Un encuentro con Yeshúa el Natzoreo


De libro: De Roma a La Paz, pag. 155-164

Prolegómenos
Mi nombre es Cornelio, soy originario de Tusculum, en las afueras de Roma, y hace unos treinta años fui destinado a Palestina como centurión de la Legio X Fretensis, con base en Cesarea Marítima.
En esos tiempos, por intermedio de unos colegas de servicio en Jerusalén que pasaron por el puerto, me enteré de la muerte por crucifixión de un galileo a quien había conocido un par de años antes, cuando recibí de él la gracia de la curación de Trófimo, mi sirviente más querido.
Su nombre arameo era Yeshúa (Iesus en latín), y le decían el Natzoreo, Rabí, que significa Maestro, Mesías (literalmente, Cristo, el Ungido) o Profeta; Hijo de David (un título mesiánico emparentado con su apodo); pero él prefería que le llamaran simplemente “Hijo de Hombre”.
Su mirada era más penetrante que espada de acero, su pensamiento más rápido que flecha de Partos, su palabra, certera y precisa y su aspecto eran tan cautivantes y misteriosos que dudé de que perteneciera a este extraño pueblo judío e incluso al género humano.
Un día que me encontraba en misión en Cafarnaúm, cabalmente para reunir información acerca de ese profeta y taumaturgo galileo y del eventual peligro que podía representar para la paz romana, lo vi llegar seguido de su grupo de discípulos, que incluía a varias mujeres y una muchedumbre de harapientos, pendientes de su palabra y de sus milagros.
Acercándome prudentemente al grupo, le dirigí la palabra para rogarle fervorosamente la gracia de sanar a un sirviente muy querido que se hallaba gravemente enfermo.
Admirado de mi fe, me despachó dándome la seguridad de que Trófimo ya estaba curado, como pude comprobar personalmente al llegar a la casa. Sorprendido por los poderes sobrehumanos de Yeshúa, pedí a los jefes de la sinagoga, con los cuales mantenía una buena relación, que me ayudaran a tener un encuentro a solas con ese profeta, con motivo de agradecerle por la sanación de mi sirviente. De ese modo, esa noche nos encontramos en torno a una hoguera a orillas del lago de Tiberíades, aprovechando que Simón y otros discípulos, habían salido a pescar.

La entrevista con Yeshúa
Inicialmente, me sorprendió su buen manejo de la koiné58,que si bien no era desconocida en la región de Galilea, cerca del Camino del Mar, pocos la dominaban como Yeshúa.
Cuando le pregunté acerca del origen de esa destreza, me contó que de joven había trabajado como carpintero junto a su padre y sus hermanos en la reconstrucción de Séforis, la ciudad arrasada a consecuencia de la revuelta de Judas Galileo.
Allí, por ser la capital administrativa de Galilea, se hablaba fluidamente ese idioma.
Durante un par de horas en torno al fuego, conversamos obre varios temas que fueron más allá del mero interés de mi investigación. Tanto, que una vez que regresé a la casa, grabé sus palabras en unas tablillas de cera que conservé celosamente. Al
abandonar Palestina, me propuse donarlas a Simón de Betsaida, a quien también le decían Pedro, el principal discípulo suyo, si
alguna vez lo volviera a encontrar.
Cuando le pregunté a Yeshúa sobre el origen de su apodo “Natzoreo”, me contó que, si bien había nacido accidentalmente en Belén de Judá, la ciudad de David y de sus ancestros, se había criado en Nazaret, una pequeña aldea a escasas millas de Séforis.
Mencionó que algunos confundían Natzoreo con Nazareno, dos términos diferentes, sin reparar en que esa relación era mucho más complicada. En efecto, me contó que su clan familiar era descendiente directo de la casa de David, vivió en Belén hasta la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Zorobabel, un antepasado suyo, fue nombrado gobernador de Jerusalén por Ciro, rey de los persas, y regresó a Jerusalén con el primer grupo de desterrados.
Otros miembros de su clan, creyendo firmemente, con base en la profecía de Natán a David, que de su linaje surgiría el anhelado Mesías, se autodenominaron “Natzoreos” por ser descendientes de la “raíz” (netzer en hebreo) de Jesé, el padre del rey David. Incluso me mencionó que su hermano mayor, Santiago, conservaba un rollo de papiro con las genealogías de su familia, desde Abraham hasta su padre José.
Si bien ese clan no regresó a Palestina con Zorobabel, sí lo hizo en años recientes a pedido de Herodes el Grande, con el fin de ayudar a vigilar el Camino del Mar, ante las incursiones de asaltantes y bandidos. Ese clan se estableció en una colina que
dominaba el valle y en la cual existían ruinas de una aldea destruida por los invasores asirios unos siete siglos antes.
En breve, el clan davídico de los Natzoreos le dio a la aldea el nuevo nombre de Nazaret (y no viceversa); siendo Nazaret
una aldea minúscula de unas treinta familias muy bien formadas en temas bíblicos, al punto de tener una sinagoga propia, a pesar
de la insignificancia de su población. Algunos de ellos acudieron a escuchar la predicación de Juan Bautista, siendo barajados por
“soldados”,65 cuando eran simplemente “vigilantes” del camino
del Mar, por cuenta de Herodes.
Por tanto su apodo, Natzoreo, no debía confundirse con habitante de Nazaret (que sería nazaretano) ni con “nazir” (con la “z” dulce), una persona consagrada a Dios y obligada a abstenerse de tomar vino y de cortarse el pelo (como fue el legendario juez Sansón). Natzoreo era más bien un título de dignidad o, según los gustos, el nombre de una secta judía, que mucha gente en Israel conocía por su relación con la casa de David y por sus creencias nacionalistas y radicales en materia mesiánica. Incluso uno de los discípulos, Natanael, se había resistido en un comienzo a creer que Yeshúa pudiese ser el Mesías, dudando de que algo bueno pudiera salir de ese grupo de conocidos fanáticos nacionalistas que eran los Natzoreos.
Más adelante me confesó que, cuando decidió emprender su misión profética, se marchó de su aldea natal y estableció su base en Cafarnaúm, una ciudad más abierta a recibir su mensaje universalista y donde, a pesar de las diferencias, era posible dialogar con fariseos, con los discípulos del decapitado Juan Bautista, con los zelotas y los esenios.
Al comienzo de su predicación las relaciones entre los dos grupos (familia y discípulos) eran buenas; hasta compartieron la alegría de una boda en Caná donde —añadió Yeshúa con una irónica sonrisa— hicieron faltar el vino. Pero pronto surgieron divergencias.
De hecho, me contó que una sola vez, arropado por su fama de taumaturgo, había regresado a Nazaret, hablado en la sinagoga e, intentado convencer a su clan de que la infinita misericordia de Dios, por medio del Mesías, implicaba llevar la salvación a todos los pueblos, no solo a Israel, cumpliendo los anuncios de los grandes profetas. Sin embargo, la reacción de sus paisanos fue violenta y solo por un pelo logró evitar que lo despeñaran.
De ese modo, se creó un conflicto entre el grupo de sus seguidores y la familia de Nazaret, que llegó al extremo que una vez quisieron llevárselo de Cafarnaúm como si fuera un loco y hasta arrastraron a su madre en ese intento de regresarlo a su aldea.
A Yeshúa esos desencuentros le dolían; amaba profundamente a su madre y a su familia. Sufría por la dureza de sus corazones y de sus mentes, y esperaba la ocasión de propiciar una reconciliación entre sus discípulos y su familia.
Cuando le pregunté, de manera interesada, cuáles eran sus planes a futuro, me dejó el corazón lleno de suspenso y angustia.
Estaba consciente de los límites de su predicación en Galilea; la gente, pobre y desamparada en su mayoría, lo buscaba por los signos y prodigios o por querer hacerlo “Rey de los Judíos”, que como bien yo sabía, era sinónimo de jefe de una sublevación. Mirándome a los ojos y adivinando mis pensamientos, me sugirió que no temiera las consecuencias políticas y militares de su misión. Luego soltó una frase misteriosa: “Mi reino no es de este mundo”.
Consecuentemente, reflexionó, no le quedaba otra opción que ir a Jerusalén y enfrentar a las autoridades judías, para llevar a cumplimiento las profecías que, según él, indicaban claramente el camino a seguir para realizar la obra de Dios. Este camino, me dijo veladamente, implicaba enfrentarse al mal en su raíz y vencerlo con las armas del bien y así liberar al hombre, a todos los hombres sin distinción, de la esclavitud del pecado y de la muerte. No entendí exactamente el alcance de sus palabras,pero me quedé con un sabor amargo y un presagio trágico en el corazón, hasta que mis colegas de Jerusalén me despejaron esa sensación con el relato de su cruel muerte, condenado como subversor por el Procurador Poncio Pilato y como blasfemo por las autoridades religiosas judías.
Era ya avanzada la noche cuando Yeshúa se despidió con un enigmático saludo: “Cornelio, vete en paz: nos volveremos a encontrar pronto”.
Sin dejarme tiempo para regresarle el saludo, balbuceé “Rabí…”, mientras el Maestro se alejaba subiendo hacia el cerro para pasar el resto de la noche en oración, como solía hacer.
Al día siguiente yo regresé a Cesarea Marítima y ya no tuve ocasión de volver a saber del misterioso maestro, hasta el encuentro con mis colegas que me contaron acerca de su crucifixión en Jerusalén.

Epílogo
Revivo estos recuerdos en mi hogar de Tusculum poco antes de reunirme, quizás por última vez, con Pedro aprovechando su visita a la comunidad cristiana de Corbium a pocas leguas de mi casa, acompañado de un discípulo querido, casi un hijo suyo, de nombre Juan, apodado Marcos, de quien se dice que está escribiendo un “evangelio” sobre la vida, las obras y las enseñanzas del Maestro. A ellos haré entrega de estas tablillas de cera con mis recuerdos, esperando que les sean de utilidad.
En verdad, a Pedro lo había vuelto a ver en Cesarea Marítima poco antes de dejar Palestina y regresar a Roma. Por entonces yo era un hombre diferente a raíz del encuentro con Yeshúa, simpatizante del judaísmo y temeroso de Dios. Pedro entró en mi casa, anunció el evangelio del Resucitado y todos los presentes recibimos el bautismo del Espíritu y del agua.
Luego supe que fuimos los primeros gentiles en ser bautizados y admitidos a la comunidad y que ese episodio le ocasionó a Pedro algunos sinsabores con la comunidad de Jerusalén, lenta en comprender el alcance universalista del evangelio del Natzoreo.
Ese día, como Yeshúa mismo me había profetizado al despedirse, volví a encontrarlo como Cristo y Señor que llenó mi vida de
sentido y esperanza.
Muchos años después, cuando Pedro se estableció en Roma, fui a escuchar su predicación y le conté a solas acerca del impacto que me dejó el Natzoreo esa noche a orillas del Lago y del tesoro de las tablillas de cera que guardan el recuerdo de ese inolvidable encuentro.
Los seguidores de Yeshúa, los Natzoreos, como curiosamente los siguen llamando los judíos, o los cristianos, como se los conoce entre los gentiles, han crecido en todo el imperio, con la fuerza del Espíritu y a pesar de las persecuciones que siguen regando la tierra con la sangre de mártires, varones y mujeres de toda edad y clase social. Incluso presiento que la persecución de Nerón, que recién se ha desatado, se cobrará también la vida de Pedro como jefe de la comunidad de la Urbe, y de Pablo, el
incansable apóstol de las gentes. E incluso la mía, si el Señor me la pide. Pedro, a su vez, me contó pormenores del episodio de Cesarea de Filipo que lo marcó irreversiblemente; de la Pasión del Señor, de su negación, de la traición de Judas, de las vacilaciones de Poncio Pilato, de los tormentos sufridos hasta la condena a muerte del Señor, de sus palabras de perdón antes de entregar su espíritu, de la inesperada novedad del sepulcro vacío el primer día de la semana, de las apariciones del Resucitado ante las mujeres y los discípulos en Jerusalén y a orillas del lago de Galilea, en el mismo sitio donde tuve ese memorable encuentro unos reinta años antes.
Aproveché esa ocasión para preguntarle a Pedro sobre la familia de Jesús y su relación con los discípulos. Me sorprendió con la noticia de que en la cruz Yeshúa había operado la anhelada reconciliación cuando encargó al discípulo amado el cuidado de su Madre y a su Madre amada el cuidado de sus discípulos.
Todos entendieron que era el momento de reconciliar los dos grupos, como de hecho sucedió en la primera comunidad de
Jerusalén, donde Santiago, el hermano del Señor, asumió la responsabilidad de guiar esa comunidad de judeocristianos, mientras Pedro se dedicó a la misión universal hasta recalar en Roma y desde ahí servir al Señor hasta el final.
Finalmente he comprendido el significado de esas misteriosas palabras de despedida del Maestro: “Cornelio, nos volveremos a encontrar”. Sí, Señor, te encontré y no te abandonaré jamás.